Crecí en un pueblo indígena en Guatemala. Cuando era niña, me encantaba estar rodeada de mi comunidad, pero ser parte de una comunidad indígena te convertía en un blanco. Mis padres no querían enseñarme su dialecto porque tenían miedo de que tuviera acento cuando hablara español. Dijeron que la gente maltrataba a los “indios” y que la justicia nunca estaba de nuestro lado. Descubrí lo que querían decir cuando cumplí 15 años.
Iba de camino a comprar medicamentos para mi madre, que estaba enferma, cuando un hombre—que me había estado acechando durante más de un año y era 10 años mayor que yo—me agarró por detrás, me metió en su auto y me llevó a un terreno vacío, donde fui atada y violada en numerosas ocasiones. Me llevó a su casa, donde un amigo de mi padre me reconoció y le dijo dónde estaba. Mi padre vino a la casa, pero no pudo ayudarme. En cambio, me dijo que era mejor que me casara con este hombre porque “ya fui arruinada”. Dijo que, aunque fuéramos a la policía, mi atacante seguiría siendo libre, porque “así son las cosas”.
A partir de ese momento, mi vida en Guatemala se convirtió en una pesadilla. Experimenté abuso físico, emocional y sexual todos los días que vivía con mi agresor, quien legalmente se convirtió en mi esposo. Me dijo que, si alguna vez me iba, me mataría. En 2003, después del nacimiento de mi primer hijo, el abuso se intensificó. Cuando comenzó a poner las manos sobre mi hijo, supe que tenía que detenerlo. Fui a la policía para denunciar el abuso, pero lo detuvieron solo unos días: una palmada en la muñeca para él y una bofetada en la cara para mí. Recordé las palabras de mi padre: “así son las cosas”.
Yo también soporté el abuso de su familia. Su madre y su hermana se burlaron de mí por ser indígena y le decían a mi esposo que mis hijos no eran suyos. En 2018, estaba friendo comida en la cocina cuando mi esposo y su hermana entraron, me agarraron de la cabeza y me sumergieron en la sartén con aceite caliente. Escuché sus carcajadas en medio de mis gritos. Esta fue la gota que colmó el vaso: era hora de irme y no volver nunca más.
Agarré a mis tres hijos y fuimos a otra parte de Guatemala … pero él nos encontró. Sabía que nuestra única opción era huir del país. Entonces, huimos de nuevo, y esta vez no paramos de caminar. Viajamos hacia el norte con una caravana de migrantes que se dirigía a los EE. UU.
Cuando llegamos a Tijuana, México, nos presentamos a la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de EE. UU. para solicitar asilo. Después de esperar varios meses en México, el 5 de febrero de 2019, finalmente se nos permitió ingresar a los EE. UU. mientras agendaban una audiencia para nuestro caso.
Inicialmente mi caso fue denegado debido a las políticas de asilo implementadas por la administración en ese tiempo. Me obligaron a usar un grillete mientras esperaba la fecha de mi deportación. Afortunadamente, mis abogados del Centro de Justicia de Tahirih lucharon por la eliminación de este dispositivo — que solo me recordaba el trauma que había soportado y que podía enfrentar de nuevo. Mis abogados también me han dado esperanzas, ya que actualmente luchan por apelar mi caso.
Al vivir en los Estados Unidos, me siento segura y libre porque nadie abusa de mí ni de mis hijos. Sin embargo, también estoy ansiosa porque hasta que no se resuelva mi caso, no puedo trabajar. Afortunadamente, podemos vivir sin pagar renta en la casa de algunos conocidos y, a cambio, limpio, lavo sus ropas y cocino para ellos. Mientras tanto, oro para que Dios toque los corazones y las conciencias de aquellos que revisarán mi caso nuevamente. Las madres solteras que comparten mi historia merecen la oportunidad de reconstruir sus vidas y brindarles un futuro más seguro a sus hijos.
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